Skip to main content
Qoykuway ñaniykita (préstame tu camino)

Qoykuway ñaniykita (préstame tu camino)

por Miki González

album-art

00:00

Para las sociedades andinas, la memoria es valorada tanto por su capacidad de recordar como por su voluntad afectiva hacia el otro. Esta crónica, narra por primera vez y en primera persona, el encuentro entre Miki González y el universo, aún poco conocido, de la música andina en el Perú.

Mi nombre es Juan Manuel González. Dicen que soy hispanoperuano porque nací en España. Leí en algún lugar que las células se renuevan cada siete años. Entonces puedo afirmar que estoy hecho de materia peruana. Para los psicólogos soy obsesivo compulsivo, entre otros diagnósticos psiquiátricos. Yo solo sé que soy músico.

Llegué al Perú cuando tenía 9 años. Un 6 de octubre de 1961. Mi papá era de una zona campesina de Santander, España. Había sido militar y luego de intentar estudiar arquitectura, se mudó con su nueva familia a Venezuela. Allí vivía su hermano, que trabajaba para una transnacional española. Mi padre siempre fue un trabajador independiente pero, por las sucesivas crisis políticas, tuvo que trabajar en dicha transnacional. Pocos años después, le encomendaron un cargo en Lima. Por eso nos mudamos aquí. Mi madre me matriculó en un colegio privado, dirigido por curas católicos, y mis compañeros eran de clase alta. Todo eso era nuevo para mí, yo no venía de una familia aristocrática pero encajé bastante bien y logré avanzar sin muchos conflictos.

Crecí en un hogar extranjero. Mi padre escuchaba música clásica (sobre todo Bach, Beethoven y Brahms) y mi mamá escuchaba de todo, incluso rock. En mi casa no se escuchaba música peruana. Por mi colegio y mi círculo social, yo era rockero. Recuerdo que en las radios de esa época pasaban canciones de Los Beatles, Los Animals o los Rolling Stones; por mi lado yo escuchaba a Cream, Jimmy Hendrix o The Doors. Aunque lo que más me enganchó fue el blues: Muddy Waters, Howlin’ Wolf y Robert Johnson me volaron la cabeza.

Yo vivía en una burbuja. Tanto así que descubrí la comida peruana recién a los 14 años de esta manera: a esa edad comencé a correr tabla y mis amigos tablistas, después de surfear olas toda la mañana, comían en el muelle de pescadores de Chorrillos. Allí conocí el pescado frito con frijoles y arroz. Una delicia.

Dicen que soy hispanoperuano porque nací en España. Leí en algún lugar que las células se renuevan cada siete años. Entonces puedo afirmar que estoy hecho de materia peruana. Para los psicólogos soy obsesivo compulsivo, entre otros diagnósticos psiquiátricos. Yo solo sé que soy músico.

Premonición (llaman a la puerta)

Mi primer acercamiento a la música peruana fue a través de la radio y la televisión. Recuerdo que cuando era niño, pregunté a una señora peruana cuál era la música típica que se escuchaba en el Perú y me dijo “el huayno y la marinera”. Inmediatamente imaginé un grupo de marineros haciendo música. Muchos años después entendí que fue Abelardo Gamarra ‘El Tunante’, quien creó ese nombre como homenaje al héroe naval Miguel Grau. ‘El Tunante’ agrupó diversos estilos musicales que se tocaban en el Perú y a todos los llamó marinera.

En octubre de 1968, el general Juan Velasco da un golpe de Estado. Yo estaba terminando la escuela secundaria y por primera vez sentí que perdía mis derechos fundamentales: algo que, a partir de allí, se volvería una normalidad en el Perú. En 1969 me mudé a Piura para estudiar en la universidad del Opus Dei.

En octubre de ese año, aconsejado por los profesores de dicha universidad, me mudé a España para seguir estudios de ingeniería. No duré mucho en la carrera porque mis intereses cambiaron. Aproveché las vacaciones del verano europeo y, en junio de 1970, me escapé por un par de meses a Perú.

Una noche llegué al Centro Cultural Zanzíbar de Miraflores. Había una banda tocando en vivo y me llamó la atención porque reconocí a uno de los músicos: era Juan Luis Pereira, la banda se llamaba El Polen. Usaban violín, guitarras acústicas, tal vez cajón, no estoy muy seguro, aunque con certeza fue el primer grupo de rock al que vi incorporar dicho instrumento. El cantante de la banda era un afro brasileño que interpretaba covers en inglés, algo muy común en esa época.

Los jóvenes de aquel tiempo soñábamos con agarrar la mochila y viajar por el mundo tirando dedo. Yo había tenido una primera experiencia viajando a Marruecos en el 69 y mi sueño era llegar a la India.

Como dije, en 1970 vine a Perú de vacaciones y viajé a conocer el Cusco. Al llegar a la ciudad me encontré con el brasileño de El Polen que me invitó a hospedarme con la banda. Ellos se alojaban en un edificio donde los acogía Luz Garland y donde también funcionaban algunas oficinas del diario El Comercio. Recuerdo que los músicos de El Polen salían por la mañana a ‘manguear’ (tocar en la calle para ganar algunas monedas) en el mercado de San Pedro. Allí fue la primera vez que escuché a la banda interpretar canciones de música andina.

En los años 70, se expandió con fuerza la llamada “música latinoamericana”, un movimiento artístico que buscaba unificar el común denominador de las culturas tradicionales de este lado del mundo. Estas bandas usaban regularmente charangos, zampoñas y bombo legüero. Esto era lo que se consumía como identidad, sin embargo, ese viaje a Cusco me hizo descubrir que esa música no representaba a ninguna comunidad. Señalo esto porque existe aún un enorme desconocimiento de estas culturas. Uno creería que todos los músicos de los Andes ejecutan sus instrumentos de la misma manera, sin embargo, se ignora que, incluso en una misma localidad, se pueden encontrar notables diferencias entre ellos.

Para las comunidades andinas, la música funciona como una suerte de “firma sonora”, como sostenía mi buen amigo Xavier Bellenger, es decir, una especie de sello distintivo que permite diferenciar a los conjuntos de acuerdo a su lugar de procedencia. Por ejemplo, en el Perú, en las poblaciones andinas donde se toca el charango, no se toca la zampoña, este instrumento es propio de los conjuntos del altiplano. Otro ejemplo: Antes, el sikuri se tocaba en mayo, que es el tiempo de la cosecha, ahora por la popularidad que ha alcanzado se toca en cualquier época del año. Al culminar el período agrícola, los músicos destruyen sus flautas, hasta el año siguiente que las construyen nuevamente. Por eso es importante saber que la música andina está conectada con eventos agrícolas y/o ganaderos, en un contexto ritual profundo y ancestral.

En junio de 1972 regresé definitivamente al Perú. Durante mi estadía en España, alguien me había regalado dos casettes que me impresionaron mucho: uno era de Sonny Terry y Brownie McGhee (dos bluseros afroamericanos), y el otro de T-Bone Walker, cantante y guitarrista también afroamericano. Esto me ayudó a entender que el blues era música de afrodescendientes. Entonces dejé de escuchar rock y por muchos años solo escuché música de África o de la diáspora africana (jazz, blues, etc.). En esa época comencé a estar más cerca de los músicos y me alejé del mundo del surf.

En septiembre de ese mismo año, me mudé con mi novia al Cusco. Ya tenía inoculado el virus de la cultura andina. Aprendí algunas palabras y frases en quechua aunque, en paralelo, seguía desarrollando mi lado blusero. Una escena memorable de esos años me lleva hasta los portales de la plaza de Armas del Cusco: algunas noches solitarias, se posaba allí un hombre andino, con un chullo en la cabeza, una antara pequeña, una lata de manteca colgada al cuello y cuatro perros grandes que se desparramaban a sus pies. Por unas cuantas monedas, este hombre te tocaba huaynos e incluso tangos. Después me enteré que se apellidaba Condorcanqui, como Tupac Amaru, y que por las mañanas vendía tijeras en el mercado. Este personaje me enseñó que ser un artista auténtico no es hacer arte pensando en tener éxito.

Añado a esta memoria, una imagen que parece sacada de una película de Fellini: durante los años 80, dos músicos se estacionaban todos los días en la estrecha calle donde se ubica la famosa piedra de los doce ángulos. Uno era ciego y tocaba la quena; el otro no tenía piernas pero veía y tocaba el arpa. Cuando terminaban su jornada, el ciego cargaba el arpa, mientras el que veía se desplazaba, apoyado en sus brazos como piernas, guiando la ruta. Era una simbiosis maravillosa que, al mismo tiempo, te partía el corazón. En esa época era muy común ver músicos discapacitados que trataban de sobrevivir de esa manera.

Los jóvenes de aquel tiempo soñábamos con agarrar la mochila y viajar por el mundo tirando dedo. Yo había tenido una primera experiencia viajando a Marruecos en el 69 y mi sueño era llegar a la India.

Qoyllur Rit’i (estrella de nieve)

En 1990, fui por primera vez a la fiesta del Qoyllur Rit’i. Peregrinar varios días, con temperaturas extremas, tratando de escalar un nevado de 5 mil metros de altura, junto a miles de campesinos que danzan y tocan música, fue una experiencia reveladora. Como había volado directo desde Lima, terminé subiendo en un caballo porque me aniquiló la altura. En ese viaje conocí un sacerdote andino de nombre Jesús Qána, que luego me invitó a su comunidad (Amaru), en las alturas de Pisac, para leerme la hoja de coca.

Es importante saber que la música oficial del Qoyllur Rit’i es ejecutada por los Qara Ch’unchu, que son una cofradía o comparsa conformada por hombres. Ellos usan unos pífanos (kinray pito), que son quenas que se tocan de manera horizontal como si fuera una flauta traversa, acompañados de un bombo y una tarola. Los Qara Ch’unchu tocan durante todo el recorrido, desde que salen de su comunidad hasta el santuario y viceversa. No se detienen nunca, ni siquiera por el estruendo de las camaretas (pequeñas latas rellenas de pólvora). Desde luego, yo no entendía nada aunque me fascinaba todo lo que veía. Sentía que había una fuerza superior que reunía a 20,000 peregrinos a 4,800 metros sobre el nivel del mar y con temperaturas bajo cero por las noches.

Después del Qoyllur Rit’i, me dediqué a comprar en los mercados cassettes piratas de artistas andinos como Flor Pileña, el Conjunto Santa Bárbara de Sicuani, Rosita del Cusco, que gracias a ella pude conocer al conjunto Condemayta de Acomayo. Su director, Saturnino Pulla, tocaba huayno con armónica y es uno de mis grandes héroes musicales. También conocí a Mario Molina ‘Hualaycho’ de Chumbivilcas. Él era conductor de Radio Tawantinsuyo. Los domingos por la mañana llegaban artistas de las comunidades y tocaban en vivo en su programa. Mario y yo nos hicimos amigos y nos veíamos con cierta frecuencia en Cusco. Fue el primero al que escuché locutar mensajes bilingües en quechua y castellano, que se escuchaban en pequeñas radios portátiles a pilas, en todas las comunidades de las alturas de la región. Era una forma ingeniosa de comunicarse con zonas alejadas donde no había electricidad. Hualaycho también organizaba eventos que congregaban una cantidad importante de público y que ayudaron a consagrar artistas como el grupo Condemayta de Acomayo.

Por esa época me contrató un cliente que trabajaba para el Ministerio de Educación y necesitaba grabar a músicos y conjuntos tradicionales de diversas regiones del Perú. Debido a ello, comenzaron a desfilar por mi estudio diversas agrupaciones folclóricas. De ellas aprendí, por ejemplo, que existen músicas rituales que se tocan cada año durante los carnavales de febrero, mes del solsticio de invierno en los Andes y del inicio de las ceremonias de fertilidad de la tierra. Comprendí también que en las comunidades andinas, la música está asociada al calendario agrícola y a una concepción sagrada de la naturaleza.

Años después, en 2007, publiqué un disco llamado Real Andes Series que está en todas las plataformas de streaming. Este disco fue muy especial para mí porque además de ser un homenaje a los músicos originarios del Perú, es un registro histórico de música que, en muchos casos, ya no se toca de esa manera. Uno de los temas de ese disco tuvo una historia singular: era 2006, había llegado a Cusco y llamé a Saturnino Pulla, que había grabado unas armónicas para el álbum. Lo fui a buscar a la radio Inti Raymi donde conducía un programa junto a su esposa Calandria del Sur, cantante de Condemayta. Aquel día Saturnino estaba entrevistando a Reynaldo Puma, un músico de Acomayo que se encontraba de gira tocando arpa en varios pueblos por la fiesta de Epifanía. La dinámica del programa consistió en que Calandria ponía unos discos de Condemayta como fondo musical, Reynaldo tocaba el arpa en vivo y yo ponía unos tracks de huayno con beats electrónicos. Todo esto ocurrió como parte de una entrevista que se transmitió en vivo y se escuchaba en todo el sur andino peruano. Para mí esto fue mejor que tocar en los Grammy, nada me hizo más feliz.

Al terminar el programa fuimos por unas cervezas y luego invité a Reynaldo a grabar unos temas en la habitación de mi hotel. Improvisé rápidamente un estudio con algunos micrófonos y logré registrar unas siete u ocho canciones. Una de ellas me resonó con más fuerza, se llamaba “Dulce Naranjita” y había sido compuesta por el padre de Reynaldo que, además de las hermosas melodías de su arpa, tenía una letra que narra una escena bucólica y campestre, en los Andes de comienzos del siglo XX.

Paralelamente a la recopilación de música de las comunidades rurales (andinas, costeñas, amazónicas), publiqué varios discos de esta música mezclada con beats electrónicos. Uno de esos álbumes se llamó Inka Beats Iskay.

Es importante saber que la música oficial del Qoyllur Rit’i es ejecutada por los Qara Ch’unchu, que son una cofradía o comparsa conformada por hombres. Ellos usan unos pífanos (kinray pito), que son quenas que se tocan de manera horizontal como si fuera una flauta traversa, acompañados de un bombo y una tarola. Los Qara Ch’unchu tocan durante todo el recorrido, desde que salen de su comunidad hasta el santuario y viceversa. No se detienen nunca, ni siquiera por el estruendo de las camaretas (pequeñas latas rellenas de pólvora).

Tusuy Puquio (danza del agua)

Sin duda, mi experiencia en el Qoyllur Rit’i fue fundamental para cambiar mi concepción de la música. Esta gente del campo hacía música exclusivamente para su comunidad: no para la radio, la televisión o los turistas. Ese espíritu de autenticidad fue un catalizador para los discos que comencé a grabar a partir de los años 90.

Por entonces, acababa de firmar un contrato mundial con la disquera Polygram Records. El acuerdo era grabar tres discos. El primero fue Akundún, con canciones que fusionaban ritmos modernos como el dancehall, el reggae o el rock, con música tradicional afroperuana. Lo que me motivó a crear ese disco fue hacer un tributo a los doce años de convivencia que tuve con la comunidad afroperuana del distrito de El Carmen en Chincha. Para la grabación del segundo álbum con Polygram, incluí huaynos grabados con mi estilo personal. Una de esas canciones fue “Hoja verde”, que apareció en un compilado de grandes éxitos llamado Hatun Exitokuna (1994). Este título suena a quechua pero no significa nada porque me lo inventé. A mediados del 94, lanzamos el videoclip de dicha canción y MTV lo vetó porque, según ellos, se hablaba de coca y esto se percibía como una apología a la droga. Yo decidí no pronunciarme porque estaba todo el tema del narcotráfico y no era el momento de explicarle a esa gente el enorme simbolismo y relevancia cultural de esta planta.

Sin duda, mi experiencia en el Qoyllur Rit’i fue fundamental para cambiar mi concepción de la música. Esta gente del campo hacía música exclusivamente para su comunidad: no para la radio, la televisión o los turistas. Ese espíritu de autenticidad fue un catalizador para los discos que comencé a grabar a partir de los años 90.

Inka Beats Iskay (dualidad)

Comencé a mezclar música andina con electrónica el año 2002. El detonante de esta incursión ocurrió tres años antes gracias al You’ve Come a Long Way, Baby, un disco de Fat Boy Slim que me regalaron. Ese álbum me cambió la vida. A partir de allí comencé a devorar la música de los productores ingleses de drum n’ bass, jungle y breakbeat: hablo de Roni Size, Chemical Brothers, Underworld, entre otros. Lo primero que hice fue adaptar mi repertorio a esta nueva locura musical, aunque no tuvo mayor trascendencia.

Sin embargo, lo que realmente me obligó a producir música electrónica fue el robo de mi estudio en febrero de 2001. Había perdido mucho dinero y necesitaba generar ingresos. Entonces apareció un cliente que trabajaba para una empresa de telefonía, le propuse producir un disco de música tradicional andina y aceptó. Inmediatamente comencé a grabar a varios artistas folclóricos para este proyecto. Recuerdo que a cada músico que llegaba al estudio le preguntaba si podía tocar su instrumento siguiendo un metrónomo. Desde luego no todos pudieron, pero hubo varios que lo lograron. Esta fue la materia prima de lo que, en pocos años, se convertiría en mi primer álbum electrónico: Café Inkaterra (2004).

Ese disco también tiene una particularidad: yo no extraía loops ni pequeños samples de los temas tradicionales, usaba la canción completa pero adaptada a ritmos electrónicos. Por ejemplo, elegía un huayno y lo hacía convivir con un break beat, o agarraba una muliza y la mezclaba con drumm n’ bass, hacía todo eso respetando su estructura original. Puedo afirmar que el 98% de mis producciones electrónicas están compuestas por sonidos y música de artistas que yo mismo grabé y que, en muchos casos, se convirtieron en grandes amigos. A todos les he pagado tratando de ser justo con el trabajo de cada uno.

Volviendo al Café Inkaterra, debo señalar que hasta ese momento yo no tenía ningún referente musical que hubiera ensayado este tipo de mezclas. Esto fue muy importante porque me permitió tener una enorme libertad creativa. Antes de terminar, no quiero dejar de mencionar a Christian Berger e Israel Vich, dos Dj’s veinteañeros que conocí en el 2002 y me introdujeron en el mundo de la electrónica bailable. Gracias a ellos pude conocer el house y producir nuevos beats que aparecieron en mis siguientes producciones.

Dejo estas líneas como muestra de mi aprecio, mejor dicho, de mi amor, admiración y profundo respeto por la música de los Andes peruanos.

Músico
Miki González es de origen español y vive en Perú desde el año 1961. Es guitarrista, arreglista y compositor. También ha investigado los orígenes de la música peruana y su vigencia hasta nuestros días. Cuenta con varios videos antropológicos y ha dado clases maestras sobre el tema en Perú y Europa. En 1979 estudió jazz composition and arranging en Berklee College of music hasta 1982 que vuelve a Perú. Empezó fusionando jazz y música afroperuan…